Sergio Cervantes
La violencia desatada que sigue azolando el país es una de las grandes tareas pendientes de la 4T. La política diseñada al respecto por el gobierno federal no arroja resultados convincentes. No se necesitan dar cifras ni citar fuentes, los hechos están a la vista de todos. Este cáncer se ha expandido, incluso, a lugares con una tradición más pacífica. No hay punto de la República mexicana que no sea víctima de homicidios, secuestros, asaltos, violaciones y demás.
Las gravísimas desigualdades sociales acumuladas durante decenios son una explicación al problema, pero no es la única. Hay otras vertientes a las que debe prestarse mucha atención, como son la cultural y la internacional. Muy a menudo, los actos delictivos no son perpetrados por individuos aislados, sino por grupos cuyas motivaciones se sitúan más allá de la ganancia económica inmediata. Su actuación criminal es inducida por cónclaves pensantes que desean impedir que ciertas instituciones sociales se reformen o desaparezcan. Hay una actitud de sabotaje permanente al estado de derecho y al gobierno en turno que obedece a la premisa de que se debe salvaguardar a como dé lugar su posición social y los valores culturales y religiosos que la encarnan.
Estos grupos están convertidos en anillos de poder en los que no entra ni sale nadie sin el consenso de todos. Está “Unión” les ha traído enormes fortunas que han sabido engrandecer régimen tras régimen. A ellos no les importa mucho quien gobierne, siempre y cuando quien esté al mando respete su posición y sus “valores”.
Los conforman organizaciones religiosas, patronales, sindicales, nomenclaturas de los partidos políticos, altos mandos del Ejército y de los cuerpos policiacos. Todos ellos integran instituciones muy bien organizadas y obedecen a un espíritu de cuerpo con valores y principios que tiene tras de sí una larga tradición. Ellos son quienes actúan subrepticiamente cuando ven amenazados sus intereses. Utilizando sus posiciones y su acceso a información privilegiada, socavan la legitimidad se un gobierno promoviendo el caos y el terror por conducto de sus respectivos “guardias blancas”.
A estas guardias blancas la opinión pública les llama “carteles”, bandas, grupos del crimen organizado, y supone que ellos actúan por su cuenta como si fuesen entes autónomos todo poderosos por sí mismos.
De ninguna manera es así. Ellos son el eslabón más bajo de una pirámide de poder que se erige tanto adentro como afuera del Estado. La orden de generar violencia les es transmitida desde un punto difícil de ubicar en la punta de esa pirámide. Buscan con ello, no el interés económico inmediato, pues ricos ya lo son y con creces, sino la desmovilización de la gente. Desean que nadie se mueva, que nadie reclame derechos o justicia que atenten contra su sagrada posición social e intereses. Su fin es inhibir políticamente al ciudadano, truncar su potencial organización y lucha en pos de una renovación de viejas estructuras de poder. Como ellos se consideran los únicos capaces de mandar, pues ya tienen ese “don” casi genéticamente inoculado, que venga alguien ajeno a sus esferas de poder a cuestionarlo todo, lo consideran de plano inadmisible.